La obra es un análisis formidable y sorprendente de la utilización del lenguaje por el autor. En un tono distendido, amable, simpático y humorístico, el autor diseña y disecciona el lenguaje de una manera inteligente y fabulosa. Un humor en el que lo que interesa son los juegos del lenguaje y las sugestivas lecciones de latín, historia,etc que a través de él nos presenta.Es un auténtico artista, un orfebre, un artesano que con mano segura cincela las palabras para conseguir filigranas lingüisticas. Lo de menos es, quizás, el argumento. Destaca en la obra de Gonzalo la estructuración de la vida del protagonista y las referencias a lugares y nombres de la imaginaria Murania para construir un paisaje del que participa no sólo esta obra sino otras del autor que vuelve otra vez- una más en su obra, recuérdese Campo de amapolas blancas- a Murania para analizar con capacidad de caledospocio una época en la que él mismo- así lo intuyo- se siente retratado e inmerso. Es más, creo percibir en la obra una sensación de que el personaje, D. Gumersindo, pueda ser un trasunto del mismo, el alter ego, del autor. Y el hilo argumental sea el recorrido de una parte de la propia experiencia del narrador. Ya se sabe que como en las películas cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia y que todos los personajes y lugares son ficticios. ¿Verdad? Una tarea realmente atractiva la de Gonzalo al presentarnos esa combinación de imaginación y realidad dentro del crisol en que funde el lenguaje de la obra.
Adelantándome al permiso del autor y contanto con su benevolencia, transcribo la primera página de la novela.
"Cautiva la mirada, absorto en los destellos fugaces que las lámparas arrancaban a la roja intensidad del vino, don Gumersindo fingía un pudoroso interés frente al discurso en que el ontólogo de Andarón vertía profusas alabanzas, desmesurados méritos. Antes había leído, entre aplausos, ohes de asombro y comentarios al margen, los numerosos telegramas de adhesión enviados desde los más diversos puntos y por los más insospechados remitentes, en su mayoría antiguos alumnos que habían alcanzado cátedras, subsecretarías, escaños, o entrevisto un huequecito, al servicio de la ONU, en el apartamento nebuloso de ordinales avenidas neoyorquinas.
Especial sorpresa produjo, sin duda, tanto o más que por el contenido por el renombre que lo firmaba, el enviado por el escritor Saúl Olúas, cuyo enigmático texto rezaba sólo: «Sum summus mus». Después se adelantó Ramiro A. Espinosa, el vate de Murania, para declamar una encendida loa, sazonada de adjetivos explosivos, magnánimos y esdrújulos. Durante los minutos que se prolongó el recitado, acosado por la pródiga impiedad de los endecasílabos, el profesor se removió esquivo en su asiento, en ascuas, no ya por el fuego de los versos o por la llama viva de sus epítetos, ni siquiera porque lo embargara alguna emoción arrebatada, sino por el temor innoble, probablemente injusto, de que, en consonancia con la circunstancia gerundiva de su nombre, le endilgara como elogio el adjetivo «lindo». «Poeta, haz versos, pero no odas», dijo en voz baja para regocijo de los flancos comensales. No se confirmaron las sospechas, sin embargo. La intervención venturosa de las musas, de Erato, sin duda, y de Melpómene, impuso la presencia rotunda del verbo «brindar» en celebrado epifonema:
Yo levanto mi copa, amigos. Brindo
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