Al estilo R. Darío a una estrella
¡Princesa de divina sonrisa azul, quién besará tus labios luminosos!
Yo soy el admirador silente que idealizando mi sueño de amor, de rodillas, fijo los ojos en tu inefable claridad, musa mía, que estás tan lejos. Hacia ti lleva el viento las vibraciones de violines de plata que resuenan en las frondas de bosques encantados donde florece la madreselva de mis églogas. Hacia ti, con el matinal despertar de las alondras, vuelan las sinfonías sonoras de mis sueños.
En la floresta, oh, flor de lis, entre el ramaje, admiré un día, en un alba de primavera, tu celestial serenidad y vi la cascada de luz de tu trémula cabellera ensortijada. Ibas resplandeciente y tus reflejos deleitaban la arboleda poblada de sones indefinibles que acunaban tu pasear deleitando. El sol ponía a tu pelo una diadema de oro. Tal era la fascinación que ejercías. Como un humilde poeta, quería ser ruiseñor amante y cantarte las silvas de mi etérea ensoñación como ofrenda en armonía con tu apoteosis.
Pero en tu vergel de amor no es posible mi deseo si en cada flor alimentas tu indiferencia como veneno de áspid. En mi desesperanza, traté de huir hacia los cielos abiertos de la noche. ¡Cuántas veces mi espíritu quiso volar hacia ti y quedó desalentado! He cantado en mis sonetos y en mis madrigales tu místico florecimiento, tus cabellos de luz, tu alba vestidura. Te he visto como una esplendorosa estrella del firmamento, lírica y amorosa en tu sublime resplandor.
Y, luego, adorada y blanca princesa, en un rasgo de infinita generosidad para con este insensato vate tuviste compasión y me miraste con tu mirada inefable desde tu palio y me sonreíste, y de tu sonrisa dulce emergía el divino verso de la esperanza.
¡Princesa y estrella mía de divina sonrisa azul, he besado tus labios luminosos!
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