Partimos de Cervera de Pisuerga donde anidamos, refugio custodiado por montañas donde el pan de hogaza aún humea, y la cecina lleva el sello del humo lento para iniciar un viaje entre cultural y gastronómico, entre lo sagrado y lo sabroso.
Hacia Potes, el camino se retuerce entre montes y abismos. Antes, nos espera un alto en el alma: el Monasterio de Santo Toribio de Liébana, guardián de un Lignum Crucis y del eco de Beato, aquel monje que pintó dragones y apocalipsis. La espiritualidad se mezcla con la historia, como el incienso con la humedad del valle.
En el Desfiladero de la Hermida donde el río Deva rasga la roca como un bisturí, el coche parece navegar entre paredes verticales que rozan el cielo. Las obras de adecuación y ensanchamiento con paradas intermitentes hacen la ruta algo pesada. Es un pasillo natural hacia el mar, y lo que aguarda al final es un suspiro azul: San Vicente de la Barquera, donde la merluza en salsa verde y las anchoas, sardinas, etc, recién fritas son homenajes al Cantábrico.
En Comillas, el Capricho de Gaudí, torres modernistas, se saborean con rabas o anchoas con mantequilla negra. Seguimos camino hacia Torrelavega y Reinosa donde El Ebro empieza a ser río.
Y el viaje, que ya huele a regreso, encuentra en Aguilar de Campoo iglesias, ermitas y capiteles que salpican el entorno como estrellas talladas en piedra. Santa María la Real, imponente, guarda siglos de oración entre sus muros. Y sí, también están las galletas, que devuelven dulzura al viajero fatigado.
El círculo de este viaje se cierra en Cervera, donde todo comenzó. La ruta ha sido un mapa de emociones, dibujado con tinta de paisaje, de cultura y gastronomía.
Y como todo buen viaje, ha sembrado el deseo del siguiente.
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