He tardado en ir pero al fin pude
cumplir uno de mis deseos: visitar el monasterio benedictino de Santo Domingo
de Silos. Por fin he descubierto la paz y espiritualidad de Silos. He recorrido
ese maravilloso claustro de doble planta y he admirado todas sus esquinas con
la explicación del guía. Nada más entrar vino a mi mente el célebre soneto de Gerardo Diego al ciprés erguido en uno de los costados del patio. Me he
extasiado ante estas piedras cargadas de
inmortalidad silente contemplando el vuelo al cielo, el chorro de vida de ese
ciprés, el más viejo del lugar. Lo he fotografiado de una y mil posiciones
alrededor del claustro que lo encierra en belleza y desde cualquier ángulo
aparece hierático y grave escapándose hacia el cielo. Ya sé que se ha cantado
hasta la saciedad su majestuosidad y que innumerables poetas han vertido en
versos sus excelencias pero todo
carecería de sentido sin el conjunto en el que está, sin él no se apreciaría lo
que vale. Es ya un tópico decir que no hay palabras para describir las
sensaciones que provoca la contemplación de referido claustro. Arcos y
capiteles encierran este lugar y en las esquinas magníficos grupos escultóricos
del románico en bloques de caliza.
Junto al monasterio, un manantial
de aguas claras alimenta un antiguo lavadero saliendo por el Arco de San Juan
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